Los lunes eran odiosos, pero no odiosos como para todo el mundo, eran
realmente para mí. Cuando llegaba el domingo por la noche mi cuerpo se
paralizaba, y mi mente empezaba a trabajar rápidamente para buscar una
solución al gran problema que estaba amargando mi vida.
Mis padres me
notaban muy nervioso los domingos por la tarde, pero yo jamás les
expliqué el problema. Tenía ocho años y me consideraba lo suficiente
mayor y listo para superarlo yo solo. Pero el tiempo pasaba… Llegar a la
escuela era un agobio diario. Se reían de mi, me amenazaban… creo que
en todo el año no me comí el desayuno. Me lo quitaban. No eran muchos.
Solamente dos. Los demás les ayudaban, no lo impedían. Era como
normalmente se denomina el pringado de la clase. Al principio intenté
ser amable, educado. Les regalaba cosas pero… era peor. Esos pequeños
eran malvados, egoístas y malas personas. No podía entender tanta maldad
en unos cuerpos tan pequeños. Rebosaban odio. Mis profesores no se
daban cuenta. Pero de repente mi vida cambió.
Era lunes y como siempre
llegué a la escuela asustado. Pasó lo que menos me esperaba, lo más
bonito que me había pasado jamás. Juan el profesor de mates nos presentó
a una nueva compañera. Era tibetana. Sus padres la habían abandonado y
después de pasear por las calles llegó a un orfanato. Ahora sus padres
eran Aina y Luis, una familia catalana. Era preciosa su sonrisa y su
mirada era la mas bonita del mundo. Tenía una mirada noble, firma, de
buena persona. Una mirada que al cruzarse con la mía provocó una sonrisa
en mí. Se sentó a mi lado. Y de repente sonó el timbre, era la hora de
salir al recreo. No me acordé de los pequeños tiranos. Solo tenía ojos
para Marina.
En el recreo me explicó su história, su terrible história.
No tenía nada que ver con mi problema. Lo mío no era nada comparado con
lo que había sufrido ella. Y sonreía. Así que cuando uno de los pequeños
torturadores se acercó a mí, le miré, le sonreí y le dije: ‘’hasta
nunca’’.
Raúl Martínez, 2n B ESO
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