Mi angustia y soledad resbalaban por las paredes de una habitación
oscura y húmeda. De donde llamaban orfanato, pero para mi era una cárcel
, de donde hacía años que no salía y padecía.
No tengo a nadie a quien abrazar, ni con quien poder derramar una de mis lágrimas de pena que tengo dentro de mi. Solo intercambiaba miradas con las cientos de familias que nos visitaban para hacer feliz a alguien de nosotros. Últimamente ya nadie quería verme. No les interesaba una chica de quince años.
Los
días cada vez se hacían más largos y el único ruido que se escuchaba
era el de mi corazón y el llanto de la impotencia que sentía. Por
las mañanas iba a mías clases y por las tardes escribía mis propias
historias imaginándome cómo sería tener una familia; unos padres, un
hermano, unos abuelos... Alguien que me dedicara un “te quiero” o con quien me pudiera sentir protegida.
Oía
el timbre de los que llamaban a la cárcel, para dejar niños inocentes
el resto de su vida en un orfanato o el timbre de los que se disponían a
cuidar de uno de ellos.¡Y de repente sonó! alguien llamó a la puerta.
Era
una mujer de unos cuarenta años que no había visto nunca y la cual me
sorprendió verla. Tenía una mirada de ilusión y esperanza que
contagiaba. Me dijo que se había encontrado una de mis historias, le parecía que tenían mucho sentimiento y que eran preciosas. Nunca había escuchado unas palabras tan bonitas y se me llenaron los ojos de felicidad.
Estuvimos
hablando un buen rato que fueron como dos segundos. Me preguntó si me
gustaría que fuera su hija y aunque era madre soltera, me cuidaría y
mimaría con mucho amor. En un abrir y cerrar de ojos mi luz propia perdida en el rincón de otro planeta, volvió a mi.
Estel García, 2n B ESO
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