Gertrudis tenía noventa y sus hijos la llevaron a un geriátrico. Era
demasiado mayor para vivir sola y sus hijos tenían demasiado trabajo
para cuidarla y estar con ella. En el geriátrico Gertrudis perdió la
alegría de vivir, hasta que un día su memoria le ofreció un regalo, el
mayor regalo de su vida, se acordó de su amiga de la infancia, Juanita. Estuvo
durante una semana recordando sus salidas en bicicleta, sus idas y
venidas en el río, sus filtreos con los chicos… Habían sido los mejores
años de su vida.
Habían pasado setenta y cinco años y seguía
recordando cada gesto, cada mirada, cada sonrisa, el tono de su voz…
¿Cómo había podido estar sin ella durante tantos años? Se había casado,
había tenido hijos, nietos… ¿Qué habría sido de Juanita? Así que empezó a
llamar a sus hijos que hicieran todo lo posible para localizar a
Juanita.
Ella sabía que le quedaba poco tiempo de vida y no quería irse sin volver a ver a su amiga. Pasaban
los días y sus hijos no conseguían localizarla. Hasta que de repente
sonó “toc, toc, toc”, se abrió la puerta y allí estaba Juanita. Era
increíble; su misma cara, su misma sonrisa, su misma mirada. Estaba
igual, o al menos así la veía Gertrudis. Se acercó, le cogió la mano y
en aquel momento volvieron a ser aquellas adolescentes que disfrutaban
de cada día como si fuera el último.
A Juanita la vida no le
había ido mal, pero ahora vivía sola. Le ofreció a Gertrudis pasar los
últimos años de sus vidas juntas. Habían perdido demasiado tiempo.
Gertrudis aceptó, y ahora son dos centenarias entrañables que se cuidan
la una a la otra, que se ríen, que pasean y que filtrean con algunos
ancianos del parque. Porque al final los años pasan, pero la esencia de las personas resiste.
Alba de Amaya. 2nB ESO
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