Estuve
unos segundos sin reaccionar, delante de ese ser mágico y misterioso, cuya
belleza era insuperable por cualquier otro animal. Me miró. En sus ojos pude
ver el reflejo del cálido sol de verano. Le miré. No podía dejar de hacerlo, su
belleza me había cautivado. En su cuerno había una pequeña inscripción, escrita
en un alfabeto que no llegué a comprender. El unicornio se acercó a mí, me
olfateó y me volvió a mirar, pero con ternura y simpatía. Me dio un golpecito
en el brazo y se giró indicándome un camino. No sabía si seguirlo, puede que me
diera miedo o respeto, pero por curiosidad lo seguí. Me adentré en un bosque de
secuoyas que se alzaban majestuosas hasta tocar el cielo azul y claro, que casi
no se podía ver a través de la tenue verde cortina que formaban los bonitos
árboles. Cuando llegamos hasta una fuente de marfil de donde manaba un líquido
transparente parecido al agua pero con un olor muy fuerte a fresa, el unicornio
se detuvo. Bebió de esa fuente y una fuerte luz me deslumbró.
Cuando pude abrir
los ojos de nuevo, delante de mí ya no se erguía el precioso caballo, sino una
niña pequeñita, de más o menos cuatro años, que llevaba un vestido de seda
blanca con un grande lazo en la espalda, de donde salían unas bonitas alas de
color rosa claro con diamantes, y me miraba con una sonrisita. Me acerqué a
ella, le cogí la mano y ella me abrazó.