En el año mil novecientos quince vivía en lo alto de una colina una familia real. El rey había muerto de tuberculosis hacía pocos días y la reina y sus descendientes estaban devastados. Aunque la tristeza invadía aquel castillo oscuro, la nobleza de la zona reclamaba un heredero al trono. Así pues, el hijo mayor, Juan, se hizo cargo del reino de su padre. Juan era un chico de veintiséis años de edad, tenía una barba pelirroja, que lo hacía atractivo y apuesto. Había luchado con las tropas de su padre y, por lo tanto, era un buen guerrero.
Su entrada en el trono no fue fácil. La gente del pueblo estaba muy contenta con la elección del nuevo rey, pero, dentro del castillo habían comenzado a surgir pequeños roces. David, el hijo pequeño de la familia real, tenía envidia de su propio hermano. David era un niño rabioso y competitivo. Detestaba que le diesen órdenes y hacía y decía lo que le daba la gana, sin importar sus consecuencias. Pocos meses después de la coronación, la corte del castillo decidió hacer un festejo para presentar el nuevo rey y encontrar una esposa. Sirvientes, caballeros, nobles, campesinos, artesanos… las puertas del castillo se abrieron para poder ver la elección de la nueva mujer del rey. Fue una noche muy bonita, conoció el amor de su vida y se casaron pocos meses después. En aquel entonces, la alegría que se había perdido invadió el palacio por completo. Gracias a ello, empecé a trabajar como mozo de cuadra de la reina. Una mujer bella i simpática. Amable con todo el mundo y me ayudaba siempre que podía.
Aquella noche, oscura y con tormenta, María, la reina, estaba en el gran comedor esperando a su marido que había salido de caza. Preocupada por el tiempo, miraba por la ventana. Todo el mundo me había hablado de David, pero nunca salía de aquella torre del castillo. Me aproximé al gran comedor para hacer fuego en la chimenea. Era una noche fría. De repente, el viento sopló y cerró la puerta del comedor, apagando así, las velas que daban luz a la sala. Preocupado porque la reina no estuviera asustada, cogí rápidamente una antorcha del pasillo i volví a la estancia. Y de repente lo vi, acercándose a ella por la espalda. Quedé paralizado. No tuve tiempo a reaccionar, ni gritar. En ese instante, David, había asesinado a María con un puñal. La sangre invadía toda la alfombra. Durante los siguientes días todo el mundo sospechaba que el asesino había sido su propio marido y se preguntaban qué había pasado.
Ana María Vázquez
2ndo B ESO
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